domingo, 22 de noviembre de 2015

La toma del ombú


Pasé mucho miedo. La tormenta no paró en toda la noche. Truenos, relámpagos y una cortina de agua tan intensa que presagiaban que pronto llegaría el fin del mundo. Todavía recuerdo como el viento levantaba las tejas del techo para luego dejarlas caer sobre la estructura de madera, dando unos golpes secos escalofriantes.


El día amaneció en calma y con un sol radiante. A través de la ventana del salón podía ver los destrozos que había provocado la tormenta en el resto del vecindario, así como una gran manta de agua que cubría hasta la parte más alta del bordillo mimetizándose con la acera.

Esto era lo normal en el barrio de mi niñez. Cada vez que llovía se inundaba todo y te podías dar por satisfecho si el agua no entraba en tu casa. Pero esta tormenta había dejado una trágica huella: un rayo había caído sobre el ombú y lo hirió de muerte. Este árbol grande y majestuoso, que reinaba al final de la calle, estaba destrozado y yo también.

Bajo aquel ombú me reunía con mis amigos todas las tardes. Era nuestro punto de encuentro, el faro vigía para espiar a los niños de la otra calle, la portería de fútbol, nuestro lugar de la merienda y el aula magna donde ya daban comienza nuestras primeras conversaciones sobre la vida.

Cuando vimos el árbol destrozado se nos vino el mundo abajo. Mis amigos y yo estábamos hundidos, desorientados y no sabíamos qué hacer. Teníamos entre ocho y diez años y nos reunimos para tomas, hasta ese momento, una de las decisiones más importantes de nuestra vida.

Ya no existía nuestro lugar de encuentro, así que decidimos recoger las ramas y los troncos más grandes del ombú para construir nuestra casa del árbol sobre la tierra. Cada uno agarró de su casa lo que pudo: un amigo trajo una pequeña hacha, otro un martillo con unos clavos, otro unas cajas para sentarnos, otros galletas y aguas y yo aporté un serrucho.

Después de un duro día de trabajo la casa estaba terminada. El tejado lo cubrimos con las hojas del árbol caído y dejamos algunos agujeros en los laterales a modo de ventana. También establecimos turnos de vigilancia, así mientras uno de nosotros cuidaba la casa por fuera, los demás podíamos permanecer en el interior de nuestra nueva guarida planeando nuestros sueños y fechorías.

De repente, todo había vuelto a la normalidad, ya teníamos nuestro nuevo punto de reunión. Sin embargo, poco duró. A la mañana siguiente la casa apareció hecha añicos, pero esta vez no había sido ninguna tormenta. Nosotros enseguida sospechamos de los niños de la calle de al lado, así que nos dirigimos hacía ellos. Les contamos lo que había ocurrido y al ver cómo reaccionaron y sus risas nuestra sospecha se confirmó.

Todavía por aquellos tiempos no estaba tan de modo chivarse a los padres o recurrir a un psicólogo infantil. Así que, sin mediar más palabras, empezó una guerra de piedras y palos para defender lo que era nuestro. Aquel árbol y sus restos que habían servido para hacer nuestro nuevo refugio, lo eran todo para nosotros y así se lo dejamos claro a nuestros adversarios de la calle vecina.

Cuando la pelea terminó, recogimos los troncos y las ramas y con mucho esfuerzo reconstruimos la casa. Y, a pesar de los piedrazos recibidos, estábamos contentos por el coraje con el que habíamos reaccionado.

El día llegó a su fin y antes de despedirnos quedamos en vernos a la tarde siguiente en nuestra guarida. Por suerte la mañana pasó rápido en el colegio y llegó la hora de reunirse nuevamente en la casa del árbol. Pero, al entrar, estaba toda pintada con mierda y eso tenía pinta de ser obra de los chicos de la otra calle, era su venganza por la guerra de piedras.

Todos fuimos rápidamente a nuestras casas en busca de cubos con jabón y esponjas para limpiar todo aquello. Aunque esta vez nuestro refugio no se pudo recuperar, la mierda estaba ya muy impregnada en la madera.

Pero la cosa no se iba a quedar ahí. Robamos de casa de nuestros padres los palos de las escobas y nos pusimos en marcha hacia la calle de al lado a presentar batalla. Los sorprendimos de imprevisto y se llevaron unos buenos palos. Se asustaron tanto que corrían como locos, a pesar de que eran dos o tres años mayores que nosotros, y seguro que en adelante se lo pensarían dos veces antes de meterse con lo que no era suyo.

Muchos años después de lo ocurrido volví al lugar exacto donde estaba el ombú y, además de recordar a mis amigos, una sensación de alegría recorrió mi cuerpo por lo que habíamos hecho juntos por defender nuestra casa del árbol. Y me sentí muy orgulloso porque por primera vez en mi vida luché con mis propias manos por lo que era mío, y por lo que simbolizaba esa casa-guarida para cada uno de nosotros. Y, por otro lado, también tuve mucho miedo de perder aquello en lo que creía y que era lo más importante para mí.


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