martes, 11 de octubre de 2016

Tempestad







La casa está situada muy cerca del mar, construida sobre la arena de la playa, en un lugar desierto donde la sensación de soledad y abandono son extremas. En ella vive un matrimonio con dos hijos. En el rostro de los cuatro se ven el pánico y el horror. La mañana está oscura, fría y ventosa.

De repente, una ola de dimensiones gigantescas rompe las ventanas y una enorme cantidad de agua invade toda la casa y me expulsa hacia fuera. Vuelvo a entrar y veo que los cuatro miembros de la familia están clavando unas tablas de madera sobre lo poco que queda del ventanal, para evitar que siga entrando agua.

La casa por fuera está intacta, la destrucción es sólo interna. Comienzo a recoger objetos con el fin de ayudar en algo. Ningún miembro de la familia habla, pero en sus rostros se ve la desesperación.

Pasan una horas y el mar ya no se ve, la casa está instalada en medio del desierto. Este es el último recuerdo de mi último viaje.

En una humilde posada, sita en la comarca de La Serena, situada en tierras extremeñas, coincidí con varios exploradores que habían estado en las Indias y cuyo principal tema de conversación era la supuesta existencia de un lugar donde todo llegaba a su fin. En un principio creí que hablaban sobre un sitio lejano en las nuevas tierras descubiertas, pero pronto me enteré de que ese lugar estaba más cerca de lo que me imaginaba.

Navegué hacia el Sur de las Indias, hacia un lugar casi inhóspito, donde el frío es protagonista y habitan animales terrestres y acuáticos muy extraños. Tras varios meses en el mar divisé la famosa isla de forma triangular y el canal estrecho y de aguas muy peligrosas del que me habían hablado. Después de navegar por él durante cuatro jornadas con sus días y sus noches completos, me tope de frente con dos enormes montañas entre las que discurre un río muy profundo y bastante angosto.

Me adentré en él. Me cautivó la monotonía del paisaje de estas aguas infinitas que, al ser tan bravas, me imposibilitan corregir el rumbo para llegar a la orilla. Navego con la sensación de estar atrapado en una jaula de cuatro paredes. Sé que me vigilan y eso me produce pavor porque reconozco esa capacidad para infringir miedo y, por tanto, la más absoluta dominación.

Avanzo en mi camino en un estado de inmovilidad que no me abandona y no me permite salir al exterior. Mis pensamientos están inválidos y presos de un estado de pánico que me hace vivir paralizado por dentro y controlado por fuera.

Las montañas hace tiempo que han desaparecido, el río se convierte en mar y el mar en océano. La inmensidad y la desorientación son los protagonistas de este viaje de locura y sin sentido. Escucho voces que no hablan mi idioma, pero al mismo tiempo se trata de una lengua que me resulta familiar. Podría decir que es portugués.

Ante mis ojos, imponentes, aparecen unos enormes acantilados que actúan a modo de muralla natural para proteger la costa. Es mediodía, el cielo se ve negro como anunciando una devastadora tormenta. Noto que el agua se aleja océano adentro y mi barco queda encallado en la arena. Pasan un tiempo que no puedo determinar y el agua regresa con una furia endiablada y con olas de tal tamaño que arrasan conmigo, mi embarcación e, incluso logran sobrepasar la descomunal altura de los acantilados para, una vez tocar tierra, acaban con cualquier rastro de vida en un diámetro de terreno bastante extenso.

Recuperé el conocimiento en una habitación en la que no había estado nunca. Salté de la cama y salí al exterior y en ese instante vi pasar un hombre al que le pregunté dónde me encontraba. Me respondió que en medio de la nada y que la población más cercana, situada a varios kilómetros de distancia, era Sagres. Me recomendó no ir porque estaba bastante destruida a causa de un gran terremoto.

El hombre siguio su camino y yo decidí investigar el lugar dónde estaba. Me di cuenta de que había más habitaciones, así que me dirigí a una por la que, a través de la puerta de acceso, se veía una gran ráfaga de luz. Para mí sorpresa me encontré con el matrimonio y sus dos hijos. Al verme, el mayor de los hermanos, se puso en pie, se dirigió hacia mí y me dijo en voz baja y serena: “No eres el primero ni serás el último en buscar el fin de lo terrenal para entender el dolor, pero después de mucho tiempo prisionero de esta pesadilla te diré que no hay mayor farsa que creer que el verdadero miedo es propiedad de seres inmortales. El auténtico miedo, aquel capaz de dominar o paralizar, emana de una fuente mortal que se alimenta de las fuerzas oscuras anteriores a la existencia de la vida”.

Copyright © 2016 Literatumas: blog literario de Martín Lapadula

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